Por Jesus González Pazos/Miembro de Mugarik Gabe- Fuente: apcbolivia.org
La teoría política, especialmente aquellas corrientes más preocupadas por procurar cambios profundos hacia la justicia social y la redistribución verdadera de la riqueza, históricamente se ha preocupado por el uso y abuso sobre la tierra. Todos guardamos en alguna parte de nuestra memoria, y así es colectiva, frases históricas cargadas de cierta heroicidad, como es el caso de “la tierra para quien la trabaja” o, “tierra y libertad”. Reivindicaciones permanentes que de una u otra forma han atravesado épocas y tiempos muy lejanos hasta nuestros días.
Hay quienes argumentarán rápido que esto son consignas felizmente superadas y propias de ideologías viejas. Ante ello solo habría que dejar hablar y, sobre todo, escuchar por ejemplo al movimiento jornalero en Andalucía, al sin tierra en Brasil o a los millones de personas campesinas que en México han sido expulsadas del campo tras la entrada en vigor de los tratados de libre comercio firmados por este país con Canadá y Estados Unidos.
Pero lo que aquí queremos destacar va más allá de la vigencia de la reivindicación sobre la tierra. La pretensión es mostrar cómo los postulados sobre ésta están siendo hoy afortunadamente enriquecidos y fortalecidos por corrientes de pensamiento y prácticas políticas y económicas diversas. Corrientes en algunos casos no necesariamente nuevas, pero que se entrelazan de forma imprescindible con actuales formas políticas. Nos referimos a aquellas que hoy nos hablan no solo de la tierra sino de ésta en relación directa con un espacio mucho más amplio, como es el territorio. Entenderemos mejor así cómo este enriquecimiento de conceptos, supone hoy que la lucha por la tierra y el territorio es parte esencial de los procesos de transformación radical del modelo dominante y sus afecciones a la justicia social y a la vida sobre el planeta. Avancemos en ello.
La Vía Campesina definió ya hace dos décadas la Soberanía Alimentaria como aquella acción política que proclama y ejerce el derecho de todos los pueblos de la tierra a definir, mantener y desarrollar sus propias políticas agrarias, de pesca, pastoriles, alimentarias, teniendo en cuenta la diversidad cultural, social y ecológica. En este planteamiento, por cierto abiertamente antineoliberal, y en referencia directa a la tierra, la esencia radica en la capacidad de poder decidir por parte de esas poblaciones qué cultivan, así como sobre el acceso y control de las semillas, el agua y la propia tierra en su sentido más amplio. Pues bien, esa visión totalizadora evidentemente da un paso más allá respecto a planteamientos precedentes y entiende ya el territorio como el espacio constitutivo fundamental para el ejercicio de la soberanía alimentaria.
Otra corriente, aquella que reside en la historia y sabiduría de los pueblos indígenas del mundo, ha aportado para la reflexión en las últimas décadas conceptos complementarios con los anteriormente citados y que el modelo dominante sigue sin querer entender. Sin embargo, este pensamiento filosófico, pero también profundamente político y económico, cuestiona en sus raíces precisamente a ese modelo; posiblemente de ahí viene el profundo desprecio o ignorancia hacia dicho pensamiento. Hablamos de un enfrentamiento sin remedio de paradigmas diferentes. La tierra no puede entenderse solo como un espacio explotable sin final; por el contrario y precisamente por su finitud, de ella debe de tomarse únicamente lo que es necesario para vivir en unos márgenes éticos y de bienestar aceptables para las grandes mayorías. Con esta visión, y actuando consecuentemente, se evitaría radicalmente el continuo proceso de explotación, esquilmación y agotamiento al que hoy se somete al planeta, con el objetivo principal de acumulación y concentración de riqueza en un cada vez más exiguo porcentaje de población, en aquellas minorías que acaparan las riquezas en detrimento de las grandes mayorías. Esta situación, evidentemente, está cargada de injusticia social y política, pero también ecológica. La búsqueda del máximo de beneficios económicos a cualquier precio en este campo, lo está siendo a costa de una tierra finita. Se sobrepasa así su capacidad de sostenibilidad, que empieza a sufrir las consecuencias de ese agotamiento de los recursos, ya sean alimentarios, hídricos, energéticos, etc. Hoy, muchas teorías científicas hablan abiertamente de cómo el cambio climático que ya padecemos, con las consiguientes catástrofes, no es sino la consecuencia directa de haber sobrepasado esa capacidad del planeta, de la tierra con mayúsculas.
Pues bien, el concepto de territorio de los pueblos indígenas, y como hemos visto de cada vez más y más organizaciones campesinas, va más allá de las consideraciones sobre la capa superficial de la tierra, esa que tradicionalmente hemos usado en los sistemas de producción campesina. Por el contrario, se entiende como un espacio que engloba además de la tierra, las profundidades de la misma, pero también las aguas, montañas, bosques y el espacio aéreo. Incluso entran nuevos elementos como cuando el feminismo comunitario nos habla de que el primer territorio a defender tiene que ser el propio cuerpo humano. Y en esta visión enriquecida del concepto de territorio el equilibrio entre todas sus partes es un elemento esencial que el modelo de desarrollo jamás ha respetado. Incluso en las últimas décadas está rompiendo de forma más flagrante con los procesos de extractivismo salvaje de mineras, hidrocarburíferas, hidroeléctricas o forestales.
Pero el territorio también tiene que ver no solo con lo que éste es, sino con la tenencia del mismo. Otro elemento que entra en choque frontal con el sistema dominante. Históricamente, el modelo occidental ha abogado por la propiedad privada, individual y masculina. Sin embargo, la tenencia en los modelos indígenas, en muchas ocasiones es colectiva, comunitaria y no masculinizante, lo que no implica que el uso y producción necesariamente lo tengan que ser también, pero que supone una radical diferencia con el anteriormente citado. Como decíamos más arriba, hablamos de un duelo de paradigmas. Porque es también esa visión del uso y tenencia del territorio la que permite comprender mejor las cualidades de éste y los cuidados que sobre el mismo se deben ejercer para no sobrepasar su capacidad de regeneración y asegurarnos la sostenibilidad de la vida hoy y para las generaciones futuras. “La propiedad colectiva de la tierra es la matriz de la delincuencia y de la insurgencia, por ello hay que destruir e incorporar por la fuerza o por la vía de acuerdos los territorios indígenas al modelo corporativo transnacional de propiedad privada”. Son palabras del teniente coronel del ejército estadounidense Geoffrey B. Demarest, quien en los primeros años de este siglo dirigió una serie de misiones de la Universidad de Kansas, en México y Centroamérica, para cartografiar los territorios indígenas. Nos permiten entender mejor las preocupaciones del sistema por cuestiones que a veces se nos presentan como marginales o folklóricas, pero que éste hoy sigue percibiendo como un grave peligro para sus bases estructurales como modelo dominante.
“En defensa del territorio. La extracción de gas de roca a partir del fracking implica una muy importante ocupación del territorio, en detrimento de otros usos. Se trata de una expansión de pozos, instalaciones y caminos que competirá con otros usos como los cultivos, los pastos o los ecosistemas silvestres.” Estas son palabras no de lejanos pueblos indígenas, sino del Sindicato Andaluz de Trabajadoras y Trabajadores (SAT), escritas en un comunicado que llamaba a la defensa del territorio, entendido también como un espacio que va más allá de la capa de tierra que se trabaja. Es un ejemplo más de que hoy la tierra y el territorio son dos elementos que, afortunadamente, se han entrelazado en un continium que no se podrá desenlazar si verdaderamente se quieren abordar problemas profundos del planeta que tienen que ver con cuestiones también estrechamente relacionadas. Como es la construcción de sociedades con justicia social y reparto real de la tierra, pero también con qué cultivamos, cómo lo hacemos, qué comemos, si todos y todas podemos alimentarnos, si avanzamos hacia el verdadero bienestar para las grandes mayorías y si, además y sobre todo, mantenemos la vida sobre el planeta en condiciones de sostenibilidad del mismo y de las sociedades que sobre él habitamos.