No basta con cambiar la matriz energética sino se modifica el modelo y las lógicas de producción, por esto necesitamos una nueva Constitución que considere a la energía como un derecho y nos permita avanzar hacia una transición post-extractivista contemplando, también, el progresivo empoderamiento que las comunidades ejercen en sus territorios, las mismas que han denunciado proyectos que han buscado mantener los pilares y amarres del extractivismo.
Por Javier Arroyo Olea y María Paz López Ponce | Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales – OLCA
La Comisión Chilena del Cobre (Cochilco) presentó esta semana dos informes que abordan la proyección que realiza sobre la minería del cobre en términos de consumo de agua (informe acá) y de energía eléctrica (informe acá) en perspectiva al año 2032. Respecto a esto último, nos parece esencial considerar algunos elementos para abrir la discusión sobre la temática energética y el momento político que vivimos.
Y es que pese a que ya se han cuestionado constantemente los nefastos efectos que el extractivismo minero ha arrastrado para los ecosistemas y la contundente utilización de electricidad para su desarrollo, posicionando a la minería cómo el principal consumidor de energía eléctrica en el país -donde el cobre se ha mantenido con un consumo estable en torno al 33% del total nacional durante los últimos años-, pareciera ser que se continúa con una lógica que facilita la usurpación de este bien común donde los costos los paga la Naturaleza y las comunidades.
Según los antecedentes presentados por Cochilco, se estima que en once años (2021-2032) el consumo eléctrico de la minería del cobre tenga un importante salto desde 25,8 TWh a 33,8 TWh -e incluso teniendo años donde alcance los 35,5 TWh, manteniéndose como el sector minero con mayor utilización de energía eléctrica. En este contexto, también se proyecta un alza en los procesos de desalación e impulsión del agua de mar, consumiendo 4,5 TWh para 2032 «convirtiéndose en el segundo proceso de mayor intensidad de consumo eléctrico«.
En su informe, Cochilco asegura que existe una relación intrínseca entre el crecimiento de la demanda eléctrica para la minería y la materialización de proyectos que se han incluido en la cartera de inversiones 2021, planteando que para 2032 se pretende que el país alcance una producción de 6,95 millones de toneladas de cobre, lo cual implicaría un aumento en los ya conocidos impactos que ha tenido el extractivismo minero en los territorios.
¿Y la energía? Cochilco acredita que ha habido un gran avance en el “desarrollo tecnológico de las energías renovables no convencionales como la fotovoltaica y eólica«, catalogando al país como líder de una «revolución energética» donde las empresas mineras han encontrado un nuevo nicho el cual explotar.
Contratos de compraventa de energía donde la minera actúa como inversor o como cliente solicitando su suministro y el uso directo de energías renovables, han sido la forma mediante la cual el empresariado ha abordado esta situación. Acorde a datos de la Comisión Chilena del Cobre, transnacionales como Anglo American, Antofagasta PLC y BHP son ejemplo de este fenómeno, como también la estatal Codelco. En este contexto, las proyecciones de la producción de energía renovable buscan pasar de un 44,0% en 2021 a un 62,33% en 2025.
Así, la transición energética encabezada actualmente por el empresariado en base a orientaciones dadas por el Estado chileno pareciera acomodarse a las lógicas de profundización del extractivismo minero, sin hacerse cargo ni de los efectos de la propia actividad extractiva, como tampoco de las conflictividades que arrastran los cuestionados proyectos energéticos catalogados como “verdes” o “renovables”, y que mantienen a comunidades movilizadas frente a una política que ha provocado impactos negativos en sus territorios y formas de vida.
En este sentido, la transición energética planteada desde el norte global de la mano con el empresariado tiene un carácter hegemónico que impide plantearnos nuestra propia transición desde los territorios y comunidades, a la vez que mantiene la lógica extractivista e instala nuevas formas de extractivismos. Este es el caso del Hidrógeno Verde, que ha entrado rápidamente y con mucha fuerza en Chile, de la mano de grandes empresas transnacionales, buscando posicionar al país como uno de los principales exportadores de energía. Esta aspiración presiona no sólo la construcción de plantas de hidrógeno verde, sino también la generación de energía a partir de fuentes renovables no convencionales (ERNC), como lo son el sol y el viento. A su vez, implica una creciente demanda de minerales para la implementación de las ERNC, el Hidrógeno Verde y los planes de electromovilidad, presionado la extracción de los denominados “metales críticos” para la transición, cómo es el caso del litio, cobre y tierras raras.
De esta forma, las exigencias de subsistencia y acomodo del modelo extractivista minero conllevan, en el ámbito energético, un intenso ingreso de proyectos de energías renovables no convencionales, manteniendo la lógica de usurpación de bienes comunes naturales y sus respectivas potencialidades energéticas, además de una amplia distribución geográfica que se sitúa desde la sobre intervención de ecosistemas. Sólo durante el último año se han aprobado 293 proyectos del sector energético1, de los cuales 241 corresponden a centrales de energía solar; por otra parte, es importante mencionar que el 98% de los proyectos aprobados fueron ingresados mediante una Declaración de Impacto Ambiental (DIA). Además, a la fecha existen 130 proyectos del sector energético que se encuentran en proceso de calificación en el SEIA2.
Sobre este punto, aún pareciera no entenderse ni dimensionarse la profundidad de la conflictividad socioambiental que se viven en casos que involucran al sector minero y energético, que apuntan esencialmente a aspectos medulares y no meramente superficiales o específicos, sino que nos referimos a una lógica estructural del extractivismo que se ha ido acomodando al tono de las políticas estatales, utilizándolas casi como un lavado de imagen corporativo y apropiación de la crisis climática en beneficio de sus bolsillos.
Todo esto se enmarca en un momento político crucial que vivimos en Chile. Con una conflictividad en auge, y un proceso constituyente aún en curso, es fundamental que las exigencias y experiencias de las luchas socioambientales tengan protagonismo en lo que quedará plasmado en la nueva Constitución y, más allá, en su aplicabilidad.
Es aquí donde la urgencia de que la energía -concepto que no se menciona ni una sola vez en la Constitución heredada de la dictadura- sea una temática que quede plasmada en la nueva carta magna concebida como bien común y no como una mercancía. Cuando hablamos de energía nos referimos a mucho más que la energía eléctrica: la energía permite movilizarnos, calefaccionarnos, cocinar y, en definitiva, mantener nuestras diversas formas de vida. Por esto, es necesario desprivatizar y desmercantilizar la energía y que esta sea considerada un derecho social.
Dentro de las cosas que ya ingresaron al borrador de la nueva Constitución se encuentran: la definición de Regiones autónomas, concebidas como Plurinacionales e interculturales; se reconoce la Crisis climática y ecológica; concebir el agua como un bien común natural inapropiable; y la Naturaleza como sujeta de derechos.
En este mismo sentido se debe considerar la energía como parte de los bienes comunes en diálogo con la consagración de la soberanía energética y respectiva gestión comunitaria, apuntando a la descentralización, distribución y abastecimiento energético de forma justa, poniendo especial énfasis en la descarbonización sin que esta sea piedra de tope de las exigencias de las comunidades como tampoco la justificación para promover cuestionados proyectos que atenten contra los ecosistemas y la población, en el marco del respeto de los Derechos de la Naturaleza y las comunidades, debiendo considerarse estas discusiones no solo en las futuras votaciones de la Convención Constitucional, sino también en la implementación que tendrá la nueva Constitución del país, adelantándose a una posible tergiversación del articulado.
Hoy es evidente la necesidad de una transición energética, pero esta debe considerar a las comunidades y ecosistemas. No basta con cambiar la matriz energética sino se modifica el modelo y las lógicas de producción, por esto necesitamos una nueva Constitución que considere a la energía como un derecho y nos permita avanzar hacia una transición post-extractivista contemplando, también, el progresivo empoderamiento que las comunidades ejercen en sus territorios, las mismas que han denunciado proyectos que han buscado mantener los pilares y amarres del extractivismo.
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1. Datos extraídos del sitio web del Servicio de Evaluación Ambiental, considerando proyectos aprobados por el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) durante el periodo abril de 2021 – 2022.
2. Datos consultados al 28 de abril de 2022 en el SEIA. Se consideraron proyectos en “Admisión” y en “Calificación”.