Con la salida de Huenchumilla y el golpe en la mesa de los camioneros se habría terminado una etapa que pareció promisoria para los pueblos indígenas. El reformismo se habría disuelto también en este ámbito. Ello ha valido para que la fundación de centro-derecha Chile Intercultural proclamase el final de las políticas indígenas de la Concertación. Esa, me temo, es una interpretación demasiado extemporánea.
Salvador Millaleo
El bienestar y la diversidad sólo pueden sostenerse si surgen del reconocimiento político de los derechos colectivos de los pueblos originarios, sus autonomías, sistemas normativos, derechos especiales de representación, derechos territoriales, culturales y lingüísticos.
Lo cierto es que la Nueva Mayoría nunca tuvo unapolítica indígena y la Concertación acabó con ella en el período anterior de Bachelet. El actual gobierno, primero bajo la dirección de la G90 y ahora del partido del orden, nunca buscó hacer realidad sus promesas programáticas.
CONADI siguió a la deriva y el Ministerio de Desarrollo Social guió una consulta indígena desastrosa, mientras se negaba cualquier consulta de los proyectos de biodiversidad, reforma educacional en cuanto a educación intercultural, el DL 701 -Ley Forestal- y la política energética. Tampoco se han cumplido las promesas de reformar los Decretos 66 y 40, este último sobre la consulta de proyectos de inversión, para adecuarlos al Convenio 169.
Cualquier avance en los derechos indígenas, incluso en las reformas que resultaron, como la electoral, era diferido hacia el futuro incierto. Se ha proseguido con el piloto automático en programas asistenciales, incluyendo la silenciosa negociación de un préstamo BID para financiarlos.
Nada se hizo por las autonomías, y la intervención estatal en foros internacionales sobre la Declaración Interamericana de Derechos de los Pueblos Indígenas, a través del Ministerio de Relaciones Exteriores, ha sido casi en secreto, sin ninguna transparencia para con la sociedad civil indígena, por mucho que presuma que ahora cuenta con embajadores de apellido indígena. De hecho, esta insubstancialidad se evidenció en un insignificante espectáculo, liderado por ese ministerio, cual fue la Copa América Indígena, en la que se quiso ocultar el vacío con pan y circo, sin mucho éxito, puesto que pocos se enteraron de ella.
Este gobierno nunca ha tenido una política indígena. La política de la Concertación, por su parte, murió hace tiempo, fruto de sus contradicciones, cuando en 2008 se ratificó el Convenio 169, sin tener nunca la intención de implementarlo, y cuando se invocó la Ley Antiterrorista incluso contra adolescentes.
Francisco Huenchumilla fue un cuerpo extraño en este contexto, pues decidió desde un comienzo hablar por objetivos trascendentes. Sus palabras lograron encantar, como un síntoma de que las reformas estructurales prometidas llegarían también a los indígenas. Pero ahora se ha cerrado el ciclo, y la carencia de políticas públicas que respaldaran esas palabras no podía sino terminar en una defenestración.
Hoy el relato de Ley y Orden, de la mano del Ministro Burgos y los gremios de la Araucanía, ha copado la agenda, llenándola de actitudes retrógradas. Por cierto que aún rondan relatos alternativos. Está siempre la interpretación de las demandas de los indígenas como un problema de pobreza, que requiere mejorar su bienestar antes que hablar de derechos. Los conservadores compasivos de la derecha y los autocomplacientes de ayer y hoy pueden alentar con gusto este discurso.
Luego, está el más novel discurso de la diferencia cultural, que procura crear comprensión de las culturas indígenas y la necesidad de interculturalidad. En la Gran Ruka llamada Chile se podría convivir más pacíficamente si los diferentes aprendieran a aceptar al otro. Este discurso es cómodo para los liberales y los autoflagelantes de antes y ahora.
Nos parece que Huenchumilla logró encarnar otro tipo de discurso. Sintonizó con el reclamo de reformas que llevaran a los pueblos indígenas a ser sujetos colectivos empoderados por un nuevo pacto constitucional. El bienestar y la diversidad sólo pueden sostenerse si surgen del reconocimiento político de los derechos colectivos de los pueblos originarios, sus autonomías, sistemas normativos, derechos especiales de representación, derechos territoriales, culturales y lingüísticos. La idea subyacente es que hay una tensión entre sociedad chilena y naciones indígenas por la falta de un reconocimiento simétrico entre ellas, de la cual derivan los demás problemas.
Creemos que aquella es una idea progresista, que busca crear vínculos morales densos entre los colectivos que constituyen nuestro Estado, no reparando el modelo, sino mediante un nuevo pacto constitucional, que reconozca el plurinacionalismo de Chile. Esta es una demanda de ciudadanía que tiene la virtud de crear solidaridades entre los movimientos sociales chilenos que buscan profundizar la democracia, con la lucha de las naciones indígenas del país por su dignidad.
Por ahora, esa idea, como las otras reformas que se necesitan, parece haberse adentrado en la niebla. No sabemos cómo ni cuándo se reclamará de nuevo su legado, mas debe rescatarse con fuerza y claridad, para que esté disponible esperando otras oportunidades políticas para hacerse presente en nuestra historia.