La humanidad ha ingresado en una nueva era en la que el poderío tecnológico nos pone en una encrucijada. Somos los herederos de dos siglos de enormes olas de cambio en materia técnica: el motor a vapor, el ferrocarril, el telégrafo, la electricidad, el automóvil, el avión, las industrias químicas, la medicina moderna, la informática y, más recientemente, la revolución digital, la robótica, las biotecnologías y las nanotecnologías. Tales avances han modificado la economía mundial haciéndola cada vez más urbana y globalmente interconectada, aunque también cada vez más desigual.
Sin embargo, de la misma manera en que la humanidad se enfrentó a un «cambio revolucionario» (Rerum Novarum) durante la Era Industrial iniciada en el siglo XIX, hoy hemos alterado nuestro entorno natural a tal punto que los científicos definen la época actual como la Era del Antropoceno, es decir, una época en que la mano del hombre, a través de la utilización de los combustibles fósiles, está causando un impacto decisivo en el planeta. Si la actual tendencia continúa, este siglo será testigo de cambios climáticos inauditos y de una destrucción sin precedentes de los ecosistemas, con graves consecuencias para todos nosotros.
Cuando la acción humana no es respetuosa de la naturaleza, se convierte en un búmeran que genera desigualdades y exacerba lo que el Papa Francisco ha denominado «la globalización de la indiferencia» y «la economía de la exclusión» (Evangelii Gaudium), fenómenos estos que hacen peligrar la solidaridad para con las generaciones tanto presentes como futuras.
Los avances en la productividad registrada en todos los sectores —la agricultura, la industria y los servicios— nos permiten vislumbrar el fin de la pobreza, la distribución equitativa de la prosperidad y una mayor extensión de la expectativa de vida. Sin embargo, las estructuras sociales injustas (Evangelii Gaudium) se han convertido en obstáculos contra una organización adecuada y sostenible de la producción y una distribución justa de sus frutos, ambas condiciones necesarias para alcanzar esos objetivos. La relación del hombre con la naturaleza está colmada de las consecuencias que, sin explicación alguna, producimos cada uno de nosotros con nuestras acciones en detrimento de las generaciones tanto presentes como futuras. Los procesos socioambientales no se corrigen por sí solos. Si están reñidas con la ética y la acción colectiva, las fuerzas del mercado no son capaces de resolver por sí mismas las crisis interrelacionadas de la pobreza, la exclusión y el medioambiente. Además, el fracaso del mercado ha ido de la mano con el fracaso de las instituciones, que no siempre han tenido por objeto el bien común.
Estos problemas se han visto exacerbados por el hecho de que en la actualidad la actividad económica es medida únicamente en términos del producto bruto interno (PBI), algo que hace caso omiso de la concomitante degradación de la Tierra y de las abyectas desigualdades entre los países y dentro de cada país. El crecimiento del PBI ha venido acompañado de brechas inaceptables entre los ricos y los pobres, quienes siguen sin tener acceso a la mayor parte de los avances de la época actual. Por ejemplo, alrededor del 50% de toda la energía disponible es utilizada por tan solo mil millones de personas; sin embargo, los impactos negativos en el ambiente están afectando a los tres mil millones que carecen de acceso a dicha energía. Estos tres mil millones tienen un acceso tan limitado a la energía moderna que deben cocinar su alimento y calentar e iluminar sus hogares con métodos que son peligrosos para la salud.
La utilización masiva de los combustibles fósiles, que hace al corazón del sistema energético mundial, causa profundas perturbaciones en el clima del planeta y acidifica nuestros océanos. El calentamiento global y los extremos climáticos a él asociados habrán de alcanzar niveles inauditos cuando nuestros hijos hereden el planeta; en tanto, el 40% de los pobres del mundo, que juegan un papel ínfimo como generadores de contaminación, son los que más habrán de sufrir. Llevadas a escala industrial, las prácticas agrícolas están transformando el paisaje en todo el mundo, y el grado en el que alteran los ecosistemas y amenazan la diversidad y la supervivencia de muchas especies ha adquirido dimensiones planetarias. Sin embargo, incluso con la escala y la intensidad inusitadas que ha adquirido la utilización del suelo, la inseguridad alimentaria sigue acechando, ya que mil millones de habitantes sufren de hambre crónica y un número similar es víctima del hambre oculta que provocan las deficiencias de micronutrientes. Es una tragedia que se desperdicie un tercio de los alimentos producidos para el consumo humano, lo que en palabras del Papa Francisco «es como robar de la mesa de quienes son pobres y tienen hambre».
En vista de la persistencia de la pobreza, de las crecientes desigualdades sociales y económicas y de la incesante destrucción del medioambiente, los gobiernos del mundo han hecho un llamado a adoptar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), una serie de nuevas metas universales destinadas a guiar las medidas que habrán de tomarse a nivel planetario a partir de 2015. Para cumplir tales objetivos será necesaria la cooperación a nivel mundial, además de innovaciones tecnológicas accesibles y el respaldo de las políticas socioeconómicas a nivel nacional y regional, siendo algunos ejemplos la aplicación de impuestos, la legislación contra los abusos ambientales, la imposición de límites al enorme poderío de las transnacionales y una redistribución justa de la riqueza. No cabe la menor duda de que la relación del Hombre con la naturaleza debe ser abordada mediante la acción solidaria y colectiva a nivel local, regional y global.
Lejos de ser inalcanzables, las bases tecnológicas y operativas de un genuino desarrollo sostenible ya están disponibles o bien son de fácil acceso. Es posible poner fin a la pobreza extrema a través de inversiones específicas en educación, salud, vivienda e infraestructura social, así como en el acceso a energías sostenibles y el fomento del sustento entre los más pobres. Las desigualdades sociales pueden reducirse mediante la protección de los derechos humanos, el Estado de derecho, la democracia participativa, el acceso universal a los servicios públicos, el reconocimiento de la dignidad personal, la optimización de la eficacia de las políticas sociales y fiscales, las reformas financieras basadas en la ética, las políticas de creación de empleo digno a gran escala, la integración de los sectores económicos informales y populares, y la colaboración a nivel nacional e internacional con miras a erradicar las nuevas formas de esclavitud, como lo son el trabajo forzado y la explotación sexual. Los sistemas energéticos pueden volverse mucho más eficientes y menos dependientes del carbón, el petróleo y el gas natural: así se evitaría el cambio climático, se protegerían los océanos y se limpiaría el aire, liberándolo de las sustancias contaminantes producidas por el uso del carbón. Podemos hacer que el sector alimentario se torne mucho más productivo y eficiente en la utilización del suelo y del agua, y sea menos contaminante y más respetuoso de los campesinos y de los pueblos indígenas. El despilfarro de comida puede reducirse notablemente, lo que se traduciría en beneficios tanto sociales como ecológicos.
Quizás el mayor desafío resida en el terreno de los valores humanos. Los principales obstáculos a la sostenibilidad y la inclusión son la desigualdad, la injusticia, la corrupción y el tráfico de personas. Nuestras economías, nuestras democracias, nuestras sociedades y nuestras culturas pagan un precio muy alto por esta creciente brecha que se está abriendo entre los ricos y los pobres en el seno de las naciones y entre ellas. Y tal vez el aspecto más nocivo del creciente abismo en materia de ingresos y riqueza que se observa en tantos países es que está profundizando la desigualdad de oportunidades. Es más, la desigualdad, la injusticia a nivel global y la corrupción están socavando nuestros valores éticos, nuestra dignidad como personas y nuestros derechos humanos. Necesitamos, ante todo, cambiar nuestras convicciones y nuestras actitudes, y combatir la globalización de la indiferencia y su cultura del despilfarro y la idolatría del dinero. Debemos insistir en la opción preferencial por los pobres; fortalecer la familia y la comunidad; y honrar y proteger a la Creación como responsabilidad imperativa de la humanidad ante las generaciones futuras. Contamos con la capacidad tecnológica y de innovación necesarias para ser buenos custodios de la Creación. La humanidad necesita con suma urgencia corregir el rumbo en su relación con la naturaleza mediante la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, los que permitirán promover un patrón sustentable de desarrollo económico e inclusión social. Una ecología humana sana en materia de virtudes éticas contribuye a la concreción de una naturaleza sostenible y un medioambiente en equilibrio. Hoy día necesitamos construir un vínculo que encierre beneficios mutuos: los valores genuinos deberían impregnar la economía, y el respeto por la Creación debería promover la dignidad y el bienestar humanos.
Estos son temas en torno a las cuales se puede esperar un consenso entre todas las religiones y las personas de buena voluntad. Son cuestiones que los jóvenes de todo el mundo harán suyas, pues constituyen una manera de construir un mundo mejor. Nuestro mensaje encierra una advertencia urgente, ya que los peligros del Antropoceno son reales, y la injusticia de la globalización de la indiferencia es grave. Sin embargo, nuestro mensaje es también un mensaje de esperanza y de alegría. Un mundo más sano, más seguro, más justo, más próspero y más sostenible está a nuestro alcance. Quienes somos creyentes pidamos al Señor que nos dé a todos nuestro pan de cada día, que es alimento para el cuerpo y el espíritu.
Firmatarios
Presidente PASS Prof. Margaret Archer
Prof. Vanderlei S. Bagnato
Prof. Antonio M. Battro
Dr. Lorenzo Borghese
Prof. María Verónica Brasesco
Prof. Joachim von Braun
Prof. Edith Brown Weiss
Dr. Pablo Canziani
Lic. Marco Casazza
Prof. Yves Coppens
Prof. Paul Crutzen
Dr. Michael Czerny S.J.
Lic. Aisha Dasgupta
Prof. Sir Partha Dasgupta
Prof. Gretchen Daily
Prof. Pierpaolo Donati
Prof. Gérard-François Dumont
Prof. Ombretta Fumagalli Carulli
Lic. Juan Grabois
Prof. Allen Hertzke
Prof. Vittorio Hösle
Prof. Daniel Kammen
Lic. Emily Kelly
Prof. Charles Kennel
Dr. Anil Kulkarni
Prof. Nicole Le Douarin
Prof. Yuan T. Lee
Prof. Pierre Léna
Prof. M. Ramón Llamas
Prof. Karl-Göran Mäler
Dr. Marcia McNutt
Prof. Dr. Jürgen Mittelstrass
Prof. Walter Munk
Prof. Naomi Oreskes
Lic. Alicia Peressutti
Dr. Janice Perlman
Prof. Vittorio Possenti
Prof. Ingo Potrykus
Prof. V. Ramanathan
Prof. Sir Martin J. Rees
Dr. Daniel Richter
Prof. Ignacio Rodriguez-Iturbe
Dr. Courtney Ross
Prof. Louis Sabourin
Prof. Jeffrey Sachs
Mons. Marcelo Sánchez Sorondo
Prof. Bob Scholes
Lic. Matthew Siegfried
Prof. Hanna Suchocka
Prof. Govind Swarup
Mons. Mario Toso
Card. Peter K.A. Turkson
Prof. Rafael Vicuña
Prof. Wilfrido Villacorta
Prof. Peter Wadhams
Prof. Dr. Hans F. Zacher
Prof. Stefano Zamagni